Tras la caída del Reino de Temudjin la diosa Guan Yin dividió la Triada Aurea para proteger a los habitantes de Lutaria de su desmesurado poder. Encomendando uno de aquellos orbes a Yemayá, madre y protectora de mares y océanos y de todas las criaturas que los habitan. La diosa lo mantuvo a buen recaudo custodiado por su ejército de sensuales y fieras sirenas.
Se cuentan cientos de historias, pero nadie sabe a ciencia cierta como aquel objeto mágico pudo ser sustraído de las manos de Yemayá y sus sirenas años después de serles entregado.
Aun que entre todas esas historias, existe una que todo el mundo ha escuchado. La cuenta cada noche, de forma obsesiva un viejo borracho que podéis encontrar en la Taberna de Gloper en la aldea humana de pescadores de Mundaka.
Tras la muerte de Temudjin Lutaria gozo de un breve lapso de tiempo en que reino la paz. A este periodo se le acabó llamando “la década del acero helado”. Durante casi diez años apenas se fabricaron armas, los martillos de los herreros solo hacían sonar su música chocando contra el yunque con el propósito de fabricar herraduras, aperos de labranza y de cuando en cuando ornamentos para las casas de las familias más adineradas.
Mundaka es una pequeña y sombría aldea situada al este del Eje Volcánico Drow y al sur del Arrecife de la desolación. Antaño fue una tranquila población humana. Hoy por sus calles oscuras y estrechas puedes encontrarte con la peor calaña de cada raza que habita Lutaria.
Las pocas familias de bien que aún quedaban allí vivían aterrorizadas por la continua amenaza de ladrones, estafadores, criminales y todo tipo de escoria que frecuentaba Mundaka.
Había una familia formada por un matrimonio anciano y un chaval de unos diecisiete años. El hombre, de nombre Anco, orfebre de profesión, había encontrado al chico años atrás vagabundeando solo, desnutrido y medio desnudo. Él y su mujer, Tiffany, que ya tenían dos hijas de cinco años decidieron adoptar a aquel niño de cuyo pasado apenas lograron saber más que su nombre. Crixio.
El muchacho se crio sano. Era alto y atlético, de carácter afable y concienciado contra las injusticias.
Jamás logró entender la actitud resignada de las buenas gentes de Mundaka, extorsionados de por vida por lo peor de la sociedad.
Ver a su madre realizando ofrendas a Hadad, dios de los vientos, cada noche entre lágrimas para que la paz y la prosperidad reinase en su aldea de nuevo le rompía el corazón.
Así pues, un buen día, a la edad de diecisiete años, decidió partir al encuentro de aquel dios que durante tantos años había desoído las plegarias de madre.
Caminó durante más de treinta soles por peligrosos senderos casi milagrosamente sin padecer ningún percance.
Alzada ya la trigésima luna Crixio se detuvo a hacer noche en una gruta que encontró en los aledaños del Lago de la Alianza. La entrada era pequeña, oscura y fría. Como cabría esperar de cualquier cueva. Pero a medida que se adentraba en ella el clima se fue templando, el aire no estaba viciado y parecía iluminarse más y más a cada paso.
Al llegar al fondo de la cueva descubrió atónito un hermoso lago y en el centro, flotando sobre el agua un mineral de color azul verdoso que desprendía aquella luz cálida de increíble belleza reflejándola en cada rincón de aquel lugar cargado de magia.
Sin saberlo, Crixio había descubierto la única entrada practicable que aún quedaba para llegar al antiguo Lago Subterráneo.
Pero el cansancio era tal, que apenas se inclinó sobre la orilla a recoger agua y callo profundamente dormido. Acurrucado por el calor de aquella luz y mecido por el silencio del lago.
Despertó sobresaltado por un ruido. Aun algo aturdido corrió a esconderse tras unas rocas y desde allí contempló maravillado a un ser del que solo había oído hablar en canciones y leyendas. Mitad ciervo y mitad animal acuático. Era Makara.
Parecía que su misión era proteger aquel misterioso mineral.
Crixio, prudente, abandonó la cueva arrastrándose sigilosamente entre las rocas. Makara le pareció un ser dócil, pero las historias que contaban de él lo pintaban como un ser agresivo y peligroso. Y además ese no era el objetivo por el que llevaba viajando tanto tiempo.
Tres días después por fin llego al Templo de Cristal. Le pareció majestuoso. La edificación más bella que jamás hubiera visto antes. No en vano era la morada de un dios.
En la puerta aguardaban los Sobek, guardias del templo. Imponentes criaturas con cuerpos de humano y cabeza de cocodrilo. Cortaron el paso a Crixio y solicitaron que explicase el propósito de su visita. Pero antes de que este abriera la boca una voz, casi un susurro surgió del interior del templo y se escuchó “dejadle pasar”.
El joven accedió al templo, atravesó un gran pasillo y se arrodillo frente a Hadad. En aquel momento ni las increíbles decoraciones de cristal, ni tan siquiera la presencia de un auténtico dios pudieron despistarle de su objetivo. Solo podía pensar en su pueblo, en la triste vida de su padre, que trabajaba sin descanso con la incertidumbre de no saber si cada noche podría ofrecer algo que comer a su familia, de las lágrimas de desconsuelo de su madre…
En aquel momento comenzó a sentir una brisa que rodeaba su cuerpo y por momentos llego a creer que estaba dentro de su cabeza escuchando cada pensamiento.
Y de hecho, así fue.
Hadad transformado en viento vio de aquel muchacho hasta sus entrañas y supo que era puro y supo que era grande. Y en consecuencia digno de su bondad.
Entrego a Crixio un frasquito de cristal que contenía una leve esencia de su poder y le dijo: “espera el momento, sabrás cuando usarlo”.
El joven regresó a la aldea y compartió las buenas noticias con todas las familias y juntos elaboraron un plan. A la mañana siguiente todos comenzaron a trabajar para fortificar una parte del pueblo, también recogieron víveres, leña, agua y ganado.
Dos días después todo estaba listo. Se reunieron todos y Crixio hizo uso del regalo de Hadad liberando una mínima parte del contenido de aquel frasquito.
De la nada, una columna de aire de más de 10 hombres de altura se levantó ante sus ojos y como si de una muralla se tratase rodeó a aquellas gentes.
Desde entonces Mundaka se convirtió en un santuario cuyas fronteras solo serían franqueables por sus hijos legítimos y por aquellos de buen corazón.
Todos se sentían protegidos ahora. Todos, menos Crixio. A quien todo se le hacía poco a la hora de proteger a aquellas personas que se habían convertido por elección en su única familia.
No podía dejar de pensar en el poderoso objeto custodiado por Yemayá. Aquel orbe tan poderoso aseguraría la protección Mundaka para siempre.
Pero, ¿Cómo conseguiría arrebatárselo a Yemayá?, ella era una diosa, y el un mísero mortal.
Aquel pensamiento se tornó obsesión. Y una noche, decidido, Crixio zarpó al encuentro de la diosa en el Arrecife de la Desolación.
Al fin y al cabo esta no sería la primera vez que se presentaba frente a una deidad para pedir ayuda.
Pero la naturaleza de Yemayá era caprichosa, seductora y altiva. La diosa ni siquiera denegó el orbe a Crixio, rompió a reír en una estruendosa carcajada que sonaba como olas chocando contra las rocas en una noche de tormenta.
Herido en su orgullo Crixio liberó por completo la esencia de Hadad desatando una gran tempestad que abrió en dos las aguas creando un pasillo que culminaba donde se encontraba el ansiado orbe. El muchacho corrió sin perder un segundo, lo prendió en sus manos y desató su poder sobre Yemayá. Después huyo con el orbe con la intención de llevarlo a Mundaka con él.
Cuando la diosa del mar despertó, rodeada por sus sirenas que lloraban desconsoladas a su alrededor, no podía dar crédito a lo que había sucedido. Ella misma había modificado ese orbe para que solo seres divinos pudiesen portarlo. Era imposible que un mísero mortal hubiera podido arrebatárselo.
La cuestión es que según cuenta cada noche aquel viejo borracho en la Taberna de Gloper, el Orbe de la Magia del Mar jamás llegó al Santuario de Mundaka, ni Crixio tampoco.
Y entonces, ¿cómo sabe aquel viejo todo aquello que ocurrió en el Arrecife?, y ¿cómo es posible que Crixio lograra sostener el orbe?
Lo más seguro es que estos no sean más que delirios de un pobre anciano. O no…