Por toda Lutaria se escuchan cantares que narran sangrientas contiendas, heroicas hazañas de aguerridos guerreros, inimaginables poderes de experimentados magos…
Pero si tienes suerte, en algún rincón de esta agitada tierra podrás escuchar la historia de Elbereth. La bondad hecha persona.
Nacida en remotos tiempos de paz, la sexta luna mayor, del sexto mes de 1203, en la aldea de Nagiso, quizás el enclave comercial más relevante del Bosque Elfico. Era la única hija de una acaudalada familia de mercaderes.
Todo el mundo la conocía. Siempre estaba de aquí para allá recorriendo la aldea, echando una mano a sus vecinos, escuchando sus historias, paseando su sonrisa y sus puntiagudas orejitas por cada rincón de Nagiso.
No le gustaba pasar tiempo en casa rodeada de valiosísimos objetos que no se podían tocar y con la única compañía de sirvientes con quienes tenía prohibido relacionarse a nivel personal, o acaudalados visitantes frente a quienes debía comportarse manteniendo la máxima etiqueta.
“Afortunadamente”, sus padres solían estar tan ocupados atendiendo sus negocios que Elbereth tenía pocos problemas para escapar cada día de aquella jaula dorada.
Su madre siempre supo que la magia vibraba intensamente en su interior. Cada mañana, al despertar, se arremolinaban docenas de mariposas azules alrededor de su cunita.
Cuando se bañaba en las pozas del río Zen, el agua parecía tornarse aún más cristalina, como purificada.
Pronto comenzó a mostrar dotes para la sanación. Mediante la técnica de la imposición de manos curaba pequeñas heridas y lesiones a los criados.
Sus padres se apresuraron para rentabilizar aquellos dones. Alardeaban de ellos y traían a la casa a todo aquel que necesitase algún tipo de sanación, siempre y cuando pudiese pagar generosamente por el exclusivo servicio.
Los reclutadóres del Valle siempre estaban intentando convencerla de que se convirtiese en hechicera de combate. Pero se esforzaban en vano. El alma de aquella elfa no concebía la violencia.
Los padres de Elbereth dispusieron una gran sala donde la pequeña realizaba las sanaciones a sus exclusivos pacientes. No escatimaron en gastos. Alfombras de pelo de Naass, espejos que llegaban al techo, flores frescas por doquier, e incluso muebles bañados en oro.
Un día, durante el transcurso de una de sus sesiones curativas irrumpió de golpe en la sala Nadia, la mejor cocinera de la casa.
Ella, que había trabajado en las casas de más alta alcurnia y que jamás osaría quebrantar una norma de comportamiento, abrió la puerta como un caballo desbocado. Le faltaba el aire y apenas se sujetaba sobre sus piernas. Con los ojos vidriosos anduvo hasta detenerse frente a Elbereth y de rodillas, entre jadeos, le suplicó:
"Lleva días enferma. Desde que regresó de Vesania no ha sido la misma. Padece terribles fiebres, tiene bultos amoratados por todo el cuerpo que le producen gran dolor y están comenzando a suspurarle. Y vomita flemas inmundas, de color rojo y textura arenosa. Parecen tierra empapada en sangre. ¡Por lo que más quieras!, ¡ayuda a mi pequeña!"
La pequeña elfa salió disparada hacia las habitaciones de la servidumbre. Sabía moverse por aquellas estancias de la casa ya que a pesar de las absurdas exigencias de sus padres ella se escondía por allí desde bien pequeña para jugar con los hijos de los criados.
Entro en el cuarto de la hija de Nadia a tal velocidad que la corriente de aire que provoco cerró la puerta de un golpe.
Todo el mundo se arremolino a la puerta, con el alma en vilo por la pobre niña. Conteniendo el aliento. Paralizados por la mezcla entre esperanza e incertidumbre.
A penas habían pasado unos minutos cuando una explosión silenciosa acompañada de un fuerte resplandor atravesó las rendijas de la destartalada puerta.
Esta luz cegadora se mantuvo radiante durante largo rato y después, sin más, desapareció.
Lentamente, Nadia, abrió la puerta. Y una excelsa bocanada con el aroma de mil flores invadió la casa entera.
Entro a la habitación y se abalanzo sobre su hijita que la miraba con aquellos ojos dulces llenos de vida y esa tierna sonrisa que apenas unos minutos antes pensó que jamás volvería a ver.
Mientras, a su lado, de pie, inmóvil, se encontraba Elbereth. Su piel lucia ajada, envejecida. Su pelo estaba encrespado y gris. La mirada perdida. Y docenas de mariposas azules volaban a su alrededor.
Su don había alcanzado un nuevo grado. Vida por vida. Ni creada ni destruida, simplemente transformada.
Aquel día Elbereth alcanzó un nivel de consciencia superior. Se despidió de sus padres, se despojó de sus alhajas y con una túnica como única vestimenta echó a andar con los pies descalzos camino hacia el pequeño bosque de Las Laderas de Kaiala. Allí encontró refugio en una cueva que nuestra elfa convirtió en su hogar.
Por primera vez en su vida, sintió que estaba en casa.
Pronto, la cueva se convirtió en lugar de peregrinaje. Elbereth atendía enfermos desde el primer rayo de sol hasta el último del día. Y al caer la noche se perdía en el fondo de la gruta en busca de descanso.
Este derroche de altruismo acabo por llamar la atención de los dioses, en especial la de Guan Yin, que controlaba todos los pasos de aquella criatura que solo sabía hacer el bien sin pedir nada a cambio. Pero al mismo tiempo la observaba con ojos de gran preocupación, pues veía como su cuerpo se consumía con cada nueva curación que hacía.
Por eso la diosa pidió permiso para encarnarse y presentarse ante Elbereth, para advertirle del grave riesgo que asumía en cada curación, pues sí continuaba así, antes o después, su cuerpo acabaría por no soportar tanto esfuerzo y moriría.
La elfa escuchó a Guan Yin con todo respeto y gran atención. Pero su mirada basto para hacer entender a la diosa de la misericordia que su destino ya estaba escrito y había sido aceptado por ella con placidez y gratitud.
Elbereth continúo con su labor muchos años. Su poder nunca dejó de crecer. Ya no solo sanaba enfermos, místicos de todas las disciplinas la visitaban. Tocarla, abrazarla, simplemente compartir con ella el espacio de la caverna era suficiente para inspirar potentes formulas en la mente de un alquimista o potenciar las capacidades de otros curanderos o hechiceros.
Cierto día recibió la visita de su gran amiga Lythia. Otra elfa de corazón puro que también dedicaba su vida al arte mágico de la sanación.
Traía noticias de Vesania. Una terrible enfermedad que popularmente se conoció como “la fiebre de las arenas” se propagaba desde aquella bulliciosa ciudad del desierto. Su población estaba siendo diezmada y aquellos que acudían con intención de ayudar se contagiaban y morían agónicamente.
"Te necesitan allí Elbereth, solo tu don puede detener esta locura".
Y por primera vez, la elfa, que ya contaba más de ciento veinte primaveras, abandono su hogar y juntas dirigieron sus delicados pasos descalzos rumbo a Vesania, vigiladas sin saberlo, por la atenta mirada de Guan Yin.
El espectáculo que contemplaron a su llegada fue desolador. Elbereth sabía muy bien de que se trataba. Había visto aquellas fiebres y aquellos bultos supurantes y amoratados antes. Se trataba del mismo mal que contrajo más de cien años atrás la hija de Nadia, la cocinera.
Aquel no era un mal terrenal. Por eso produjo el efecto que cambio su vida.
Sin necesidad de mediar palabra, las dos elfas se miraron fijamente. Se arrodillaron al unísono sobre la ardiente arena dorada. Con su mano izquierda Elbereth tapo los ojos a Lythia y planto la derecha sobre el suelo.
De nuevo, como aquella vez hacía ya tantos años, se produjo un estallido mudo y una luz cegadora, como el brillo de cien soles inundo el desierto.
De pronto Lythia sintió como la mano de su amiga se deslizaba por su rostro, abrió los ojos y vio a Elbereth desplomarse como un saco de trigo sobre el suelo.
En ese instante Guan Yin se materializó ante ella portando en sus manos un bellísimo objeto esférico. Se postró ante Elbereth y al oído le susurró con voz emocionada: "Descansa hija", y acto seguido coloco la esfera sobre la frente de la elfa moribunda, que en ese mismo instante exhaló su último aliento.
Y cuenta la leyenda que sólo una ínfima parte de aquella alma quedó vinculada al orbe, el resto se esparció por todo el cielo de Lutaria, que era lo único lo suficientemente grande como para albergarla, y por esto el orbe paso a conocerse como Orbe de la Magia del Cielo.